jueves, 22 de septiembre de 2016

Editorial #21 - 21 de Septiembre de 2016

Nunca voy a olvidarme el primer día de la escuela primaria. Era el final del verano del 87 de una ciudad chiquita. De punta en blanco diría mi vieja, guardapolvo, pantalón cortito, medias y zapatos. Mochila azul a la espalda y una sonrisa que sólo recuerdo por el instante fotográfico que quedó guardado. La mochila llevaba un cuaderno gloria, naranja y con una escarapela, una cartuchera con lápices, sacapuntas y una goma de borrar. El error y el accidente condicionados por los utensilios. Mi mamá me llevó de la mano. En ese entonces no se estipulaba que los papás llevaran a sus hijos a la escuela ni se acostumbraban largas colas de autos en la puerta de la institución. Al lado de la puerta había una cabeza y torso de metal, sin brazos, de un señor de patillas y con unas cosas raras en los hombros y decía general. Se entraba en manadas y se salía en manada. Adentro, varias señoras de delantal blanco a viva voz cantaban el grado que correspondía, mientras mi vieja hablaba con otra mucho más bronceada, mucho mejor teñida y con una planilla en la mano. “Entregado el paquete” nos convocaba una de ellas a ordenarnos por altura de menor a mayor y separados chicos de chicas (como en las reuniones de papa y mamá). Mano al hombro de distancia y silencio y SHHHHH!!!!! que no vuele una mossssssca.
La más bronceada de todas empezó a hablar. En mi cabeza de niño no podía dejar de preguntarme porqué pronunciaba con tanta insistencia la ll. Luego, les ordenaban a tres de los nuestros que se plantaran al lado de un palo blanco que tenía una soga y una tela colgada. Y en ese momento se produce uno de los hechos más aterradores para un niño: Todos cantan la canción que vos no sabes. Pero algo te consuela. No están contentos. Terminada la pieza coral la tela celeste y blanca queda en el cielo y era momento de romper filas y seguir a la señora que nos iba guiando cuan si fuera una pata a sus patitos. Entramos a una pieza donde había un lugar para cada uno, silla y mesa. La fila parece que estaba de moda. La señora que me tocó a mi era de película: no medía más de metro y medio de alto y de ancho. Peinado tirante hacia atrás y rodete atado con una hebilla con flor de tela, sumado a un leve acento español que se negaba a abandonar.
Ya llevo 15 minutos quieto, sentado en una silla en la cual no llego a tocar el piso con los pies. La misma silla que voy a usar hasta que termine la carrera de abogacía a los 25. Nadie pensaba en nosotros.
No aguanto más y simulo una necesidad urinaria. Como nunca se dan cuenta las maestras que estamos mintiendo? Serán cómplices o también lo usan cuando se reúnen con la directora? En ese momento descubro un mundo en mis manos. Me sentía un ladrón en una pieza llena de oro. Camino al baño escucho hablar a dos chicos de algo terrible. Uno le decía al otro que los iban a poner a prueba, que tenían que estudiar mucho para aprobar, y de no hacerlo repetía de grado. No sabía lo que era pero me dio miedo igual.
A los pocos minutos de volver al salón sonó un timbre. No recuerdo como ni con quien pero ese momento fue el más mágico de todos. Éramos cientos de niños sueltos haciendo lo que queríamos y nadie nos podía decir nada: salvo: No corras, no saltes, cuidado, te vas a caer ahí, salí, entrá, labate, cuidate, sentate, callate...
Van pasando los años y la cosa se complica más. Dejamos los muy satisfactorio, satisfactorio y aún no satisfactorio para empezar con la valoración numérica de nuestro conocimiento. Una medida justa y equitativa para medir qué sabemos y qué no en determinado momento del año. Yo acepté la regla. ¿Quedaba otra?

¿Y la cooperadora? En casa sonaba a problema de cuota, como la luz o el gas. Participación cero.

Hace poco vi a un nene, unos siete años tendría, que le contaba a su abuela que tenía un examen, le explicaba que tenía que estudiar y en un momento textualmente le dijo: “... y lo más traumante es que si no aprobás repetís”.

¿Es necesaria esa presión para un pibe de siete años?

Pasaron casi veinte años de mi primer día de clases y las cosas no cambiaron en lo más mínimo. Escuelas de uniformes, filas, hileras y orden, de actos protocolares diarios y esporádicos donde se sigue pronunciando con insistencia la letra ll. Niños expuestos constantemente a prueba llevando sus egos a las nubes o su confianza por el suelo. Sistemas de premios y castigos. El origen de la meritocracia, pero sin elegirla.

Los que hacemos Código de Radio queremos que el derecho a la educación sea ejercido de una manera libre, democrática, accesible a todxs y que contenga la posibilidad de que padres, docente y niños puedan avanzar en un proceso educativo construido colectivamente. Creemos que la participación es fundamental. pero que es obligación del estado aportar los recursos necesarios para que ese derecho humano se garantice, porque al final parece que la educación enseñara a escribir para saber los que se siente callar.

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