martes, 21 de junio de 2016

Editorial #09 - 15/06/2016

Había una vez, una plantita. Una plantita que se llamaba sojita. Va en realidad se llamaba Glycine max, pero era más conocida como sojita. De familia muy leguminosa había venido de la vieja china y se había asentado muy bien en las tierras americanas. Sojita era una más entre tantas otras. Vivía feliz y contenta con sus hojas trifoliadas y unifoliadas al viento. Y tenía muchos amigos, del mundo vegetal como del mundo animal. Y hasta los bichitos, que a veces se servían de alguna que otra vaina, crecían junto a ella. Prima de frijolito y habita se llevaba muy bien con maicitos y tomatitos que le agradecían el nitrógeno que siempre les convidaba. Sojita era una planta austera y bastante independiente. No necesitaba mucho del clima y se adaptaba al lugar que le toque estar. Incluso se llevaba muy bien con los humanos a los que les aportaba muchísimos nutrientes al usarla como alimento. Ella era una planta contenta dentro de la biodiversidad que reinaba los campos de argentina.

Pero un día los humanos la empezaron a ver distinta. Tan fuerte e independiente que era los podía beneficiar mucho. Ya no sólo podían comerla acá sino que podían ampliarla y ampliarla y llevarla para que la coman en todo el mundo, incluso para que la coman animales que luego serían comidos por humanos de otros países bien lejanos a su lugar. Así sojita empezó a crecer y crecer y crecer. Creció tanto, tanto, tanto que ya lejos habían quedado maicito y tomatito y hacía mucho que no veía a sus primos leguminosos. La soledad le empezó a pesar pero la vanidad que le generaba que el humano la quiera tanto (o quiera tanto de ella) la pudo. Es que no tenía a quien recurrir más que a los aceitosos girasoles que sólo están para adorar al sol.

Esos momentos duros son los más peligrosos para caer en las tentaciones. Así sojita empezó a consumir 2-4-D, como para olvidarse de la situación. Debido a ello entró en una depresión constante que termino con una sobredosis de atrasina y endosulfán. Por suerte para ella aparecieron nuevos amigos que hicieron frente a esos avatares como la violetilla, la petuña y la verbena que le hacían la resistencia al Roundup. Esto no le gustó para nada al dealer del lugar, don grobocopatel, quien reaccionó inmediatamente con una ola de dicamba que exterminó a la “mala hierva”.

Sojita ya no tenía amigos ni familia. Sola en la soledad más sola, en campos santiagueños o bonaerenses empezó a desquitarse con quien estuviera a su alrededor. Ya no tenía límites. Escuelas, barrios, pueblos. Ciudades enteras padeciendo su violencia en el aire, en el agua y en la tierra.

Ahora bien. Es la culpa de sojita?

El modelo agrícola argentino está colapsado. Más bien lo que está colapsando es nuestro entorno, nuestro hábitat, nuestra casa. No le basta con llevarse 50.000 millones de litros cúbicos de agua cada año, o el millón de toneladas de nitrógeno o las cientos de miles de toneladas de fósforo. Se lleva todo por delante. Escuelas, pueblos, ciudades enteras obligadas a padecer el uso de agrotóxicos en la producción de agrícola de los campos argentinos. Miles de especies vegetales y animales desaparecen de nuestra flora y fauna y se carga en su pesada mochila 200 mil hectáreas de bosques nativos, una de las principales fuentes del conocimiento humano.

La utilización de agrotóxicos para el mayor rendimientos encuentra su mayor grado de expresión en la producción sojera pero todos los alimentos se producen de igual forma. Es que no hay otra?

En Código de Radio caminaremos por la senda de otros modelos de producción, otras formas de hacernos del alimento generando más vida y menos muerte para poder así ejercer de manera concreta nuestro derecho a desarrollarnos en un ambiente sano nosotros y dejar un entorno más rico y diverso para las generaciones futuras.

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